Amar en tiempos de capitalismo. Apuntes sobre trabajo doméstico y explotación femenina
Decir que queremos un salario por el trabajo doméstico que llevamos a cabo es exponer el hecho de que en sí mismo el trabajo doméstico es dinero para el capital, que el capital ha obtenido y obtiene dinero de lo que cocinamos, sonreímos y follamos. Al mismo tiempo demuestra que todo lo que hemos cocinado, sonreído y follado a lo largo de todos estos años no es algo que hiciéramos porque fuese más fácil para nosotras que para cualquier otra persona sino porque no teníamos ninguna otra opción. Nuestros rostros se han distorsionado de tanto sonreír, se nos atrofiaron los sentimientos de tanto amar y nuestra sobresexualización nos ha dejado completamente desexualizadas.
Silvia Federici, Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas (2013)
Por Lari Perez Rodriguez
“Las dueñas del hogar”, han llegado a decirnos; como si fuera un piropo. “Amorosas”, “sacrificadas”, “entregadas”, “abnegadas”…la lista de calificativos es larga, pero versa, casi toda, alrededor del de idea de que las mujeres existimos para servir a los demás, y que lo hacemos con placer, porque nos gusta. Somos nosotras quienes desde edades tempranas debemos ayudar a mamá en casa, o cuidar de nuestros hermanos (menores o no), incluso de nuestro padre.
Para las niñas las muñecas: ¡dios las libre de olvidar que un día van a ser madres! O pequeñas escobas, pequeños calderos, pequeños sueños… Que no vuelen mucho, porque por lejos que lleguen, por mucho que estudien, hay algo de lo que nunca podrán librarse: todas las mujeres estamos destinadas a ser amas de casa.
Cuenta esa gran bruja que es Silvia Federici que, a mediados de 1800 — tras epidemias y luchas obreras — Inglaterra comprendió la necesidad de tener una mano de obra más estable y disciplinada. La solución no fue otra que reorganizar esa institución que todos conocemos: la familia. Surge así la familia nuclear, la nueva encargada de garantizar la cantidad y calidad de la fuerza de trabajo y el control de la misma. Una creación de capital, para el capital.
En la sociedad medieval las relaciones colectivas prevalecían sobre las familiares. Tareas como lavar, hilar, cosechar y cuidar los animales en los campos comunes eran realizadas en cooperación con otras mujeres. Al contrario de lo que suele pensarse, la división sexual del trabajo, lejos de ser una fuente de aislamiento, constituía la base de una intensa socialidad y solidaridad femenina.
Cuando en la Europa pre-capitalista desapareció la economía de subsistencia, la unidad de producción y reproducción que había sido típica de todas las sociedades basadas en la producción-para-el-uso llegó a su fin; estas actividades se convirtieron en portadoras de otras relaciones sociales al tiempo que se hacían sexualmente diferenciadas. En el nuevo régimen monetario, solo la producción-para-el-mercado estaba definida como actividad creadora de valor.
La importancia económica de la reproducción de la mano de obra llevada a cabo en el hogar, y su función en la acumulación del capital, se tornaron invisibles, confundiéndose con una vocación natural y designándose como “trabajo de mujeres”. Mediante la nueva familia se institucionalizó nuestro trabajo no remunerado. Uno que carece de valor, o en otras palabras, que no es trabajo.
Si reconocemos que bajo el capitalismo todo trabajador es explotado y su relación con el capital se encuentra totalmente mistificada, también debemos admitir que el salario da la impresión de un trato justo: tú trabajas y te pagan. Y aunque nunca recibas la cantidad que se corresponde con lo que realmente has trabajado, ese salario al menos te reconoce como trabajador. No trabajas porque te guste, o porque sea algo inherente a ti, sino porque es la única condición bajo la que se te permite vivir. Tú no eres tu trabajo; hoy puedes ser obrero en una fábrica y mañana mecánico.
Sin embrago, el trabajo doméstico llega a nosotras como una imposición. Más que eso, ha sido transformado en un atributo natural de nuestra psique y personalidad, una necesidad interna, una aspiración. Se nos convenció de que solamente podríamos sentirnos plenas si teníamos una casa que atender, un marido que complacer y un hijo que cuidar.
Al transformar el trabajo doméstico en un “acto de amor”, el capital ha obtenido una cantidad increíble de trabajo casi gratuito, y se ha asegurado de que las mujeres, lejos de revelarse contra él, busquen obtenerlo como si fuera lo mejor de sus vidas. Así como Dios creó a Eva para dar placer a Adán, el capital creó al ama de casa para servir al trabajador masculino, física, emocional y sexualmente; para cuidar de sus hijos, preparar su comida y remendar su ego.
No existe modo de que la naturalización de nuestra explotación en el hogar no acabe afectándonos a todas, incluso si no estamos casadas, o si somos disidente de la heterosexualidad. Nos aqueja porque se concibe como un atributo femenino. Puede que no sirvamos a un hombre, pero cada una de nosotras nos encontramos en situación de servilismo respecto a todo el mundo masculino. Comprender esto ha llevado a muchas a revelarse a lo largo de la historia. Algunas, incluso, han sacado la lucha fuera de las cocinas y los dormitorios, y la han trasladado a las calles.
En los años 60, en los Estados Unidos, un movimiento afrodescendiente identificado como welfar mothers, se organizó para exigir mejoras en las ayudas estatales para familias monoparentales encabezadas por mujeres de bajos ingresos. Denunciaban lo paradójico de reconocer el cuidado infantil como trabajo solo cuando se hacían cargo de los hijos de otras y no de los suyos. (Es decir, cuando mediaba un salario). O el absurdo de que, si se les quitaban los hijos por no poder mantenerlos, las madres de acogida recibían más ayudas que las que el Estado hubiese destinado a ellas mismas para el mantenimiento de esos mismos niños que les eran arrebatados. Ellas, con su lucha, crearon el sustrato del que brotarían organizaciones como el Salario para el Trabajo Doméstico.
En 1972, un grupo de mujeres de Italia, Inglaterra, Francia y Estados Unidos se unieron para formar el International Feminist Colective (Colectivo Feminista Internacional). Juntas lanzaron una campaña para reclamar un salario para el trabajo doméstico. Su principal objetivo fue la apertura de un proceso de movilización feminista internacional que llevase al Estado a reconocer el trabajo doméstico como trabajo ―en otras palabras, como una actividad que debe ser remunerada― ya que contribuye a la producción de mano de obra y produce capital, posibilitando así que se dé cualquier otra forma de producción.
El movimiento Salario para el Trabajo Doméstico (y su campaña) fue totalmente revolucionario, puesto que reconoció que el capitalismo depende del trabajo reproductivo no asalariado para contener el coste de la mano de obra. Además, expuso la raíz de nuestra opresión en la sociedades capitalistas, y, lo que resulta aún más valioso, desenmascaró los principales mecanismos con los que el capitalismo ha sustentado su poder y mantenido dividida a la clase obrera: la devaluación de esferas enteras de actividad humana (comenzando por aquellas actividades que abastecen la reproducción de la vida humana) y la capacidad de utilizar el salario por una parte de la sociedad para extraer trabajo de esas otras grandes partes de la población que parecen estar fuera de las relaciones salariales: esclavos, sujetos colonizados, presos, amas de casa y estudiantes.
Gracias a su labor, hoy podemos comprender las implicaciones revolucionarias de la demanda del salario por el trabajo reproductivo. Luchar por un salario significa rechazar este trabajo como expresión de nuestra naturaleza y, a partir de ahí, rechazar precisamente el rol que el capital ha diseñado para nosotras. Entiéndase con esto que, reclamar dicho salario no significa que si nos pagasen seguiríamos llevándolo a cabo, sino todo lo contrario.
Dichas feministas también realizaron una aguda crítica a las estrategias diseñadas por la Izquierda para las mujeres. A día de hoy, los gobiernos de izquierda continúan asumiendo que la solución se encuentra en introducirnos en las fábricas (o cualquier otro empleo que se parezca al que ya realizamos en casa: enfermeras, cocineras, dependientas, cuidadoras, maestras…). Ignoran, deliberadamente, que con esto no nos ofrecen el “derecho a trabajar”, sino que no ofrecen el derecho a trabajar más, el derecho a estar más explotadas. Lograr un segundo empleo nunca nos ha liberado del primero, solo nos deja con menos tiempo y energía para luchar contra ambos.
Lo que necesitamos las mujeres es reclamar el control sobre las condiciones materiales de nuestra reproducción. Nosotras (y nuestras sociedades) precisan nuevas formas de cooperación que escapen a la lógica del capital y del mercado. Crear diversas alternativas de intercambio y ayuda mutua. Solo en comunidad, el trabajo reproductivo dejará de ser una tarea opresiva y discriminatoria, y las mujeres podremos, finalmente, re-conectar.