Ana Betancourt, la historia de una mujer irreverente
Por: Laritza Perez Rodriguez
Para contar la historia de nuestra nación es preciso mencionar los nombres de muchas mujeres, pero para hablar de la emancipación femenina, tanto en Cuba como en nuestra Latinoamérica toda, es necesario evocar a Ana Betancourt.
Camagüeyana de origen acaudalado que, al igual que otras mujeres y hombres de su época, renunció a los lujos de su clase social, y se sumó a las luchas por la independencia de Cuba.
Nacida el 14 de febrero de 1832, a Ana María de la Soledad Betancourt le tocó crecer en una recia y católica sociedad. Debía la mujer prepararse en oficios como el bordado, la cocina y la administración del hogar, pues de ella solo se esperaba que fuera una buena esposa. La dualidad moral era palpable: mientras el honor de los hombres se negociaba en la esfera pública (el campo de batalla o el trabajo), el honor de las mujeres se depositaba, totalmente, en su cuerpo. Era consabido que su lugar dentro de la sociedad venía determinado por su honor, algo que podía robarse o destruirse.
A pesar de las ataduras sociales, siempre hubo mujeres que se negaron a aceptar tal condena. Ana, al casarse con Ignacio Mora, se integra activamente a la gesta libertadora. Al partir su esposo hacia la manigua, ella realiza actividades clandestinas: almacena armas y pertrechos de guerra, hospeda a emisarios de otras provincias, arenga con lúcidas palabras a los lugareños y escribe proclamas que se distribuyen entre las tropas y la población.
Pero no sería hasta el 14 de abril de 1869 que su nombre quedaría grabado en la historia. Transcurría la Asamblea de Guáimaro y Ana presentó una petición a la Cámara, en la cual pedía a los legisladores cubanos que, tan pronto estuviese establecida la República, nos concediese a las mujeres los derechos que por justicia nos pertenecían. Lamentablemente, esta petición tuvo que ser leída por Ignacio Agramonte, ya que ella, por ser mujer, no tenía ciudadanía.
Si esta acción puede parecer osada, más fascinante resultaría esa noche, en la que Ana terminaría pronunciando enérgicamente en un mitin, palabras que la consagran como una precursora por los derechos de la mujer:
“Ciudadanos, la mujer en el rincón oscuro y tranquilo del hogar esperaba paciente y resignada esta hora hermosa en que una revolución nueva rompe su yugo y le desata las alas. Aquí todo era esclavo; la cuna, el color y el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna peleando hasta morir. Habéis destruido la esclavitud del color emancipando al siervo. Llegó el momento de liberar a la mujer.”
Por sus acciones le aguardan largos años de destierro forzado, en los que transitará por diferentes países: Estados Unidos, Jamaica, México, el Salvador y España. El 7 de febrero de 1901, justo cuando preparaba su regreso a Cuba, fallece producto de una bronconeumonía fulminante. Actualmente sus restos reposan en Guáimaro, donde un día alzara su voz en proclama por los derechos de todas las cubanas.