El perrito perdido de Eusebio Leal
Desde Muchacha hoy recordamos a quien fuera, no solo un gran historiador, sino, también, un arduo defensor del respeto y cuidado hacia los animales: Eusebio Leal Spengler .
En el aniversario de su fallecimiento, les compartimos «El perrito perdido», un texto en voz del propio Eusebio.
Un día, que no puedo precisar en el tiempo, un amigo me llevó dentro de una caja de zapatos un perrito.
–No ha abierto los ojos todavía– me dijo–, pero es de raza y es de los que no crecen mucho.
Y yo sin pensarlo dos veces corrí a mi casa para ocultarlo en un pasillo húmedo que hacía, a veces, de trastero. Furtivamente visitábamos la madriguera hecha de cajones y trapos viejos, hasta que la noticia se hizo pública por los desconsolados llantos de Terry.
El problema se complicaba aún más porque estaba prohibido tener animales. Solamente estaban excluidos algunos pajarillos, como el canario de la viejita Rosa o el gran sinsonte de María la Negra, aquel que alegraba con sus trinos la mañana a cambio del insólito privilegio de que era objeto y que consistía en picar los plátanos pasados que Chang (…)
Terry fue admitido a regañadientes y con la advertencia de la encargada:
–Si crece, hay que sacarlo de aquí.
La profecía se cumplió amargamente, pues insaciable sobre los tazoncitos de sopa, de las sobras recogidas y de las piltrafas del carnicero, no tardó en cambiar su fisonomía. Las paticas crecieron desproporcionadamente en relación con el cuerpo; las orejitas de su raza indescifrable (…) se le cayeron, cubriéndole en parte los ojos, y el rabo se le encaracoló definitivamente. Saterry, como le llamaban todos, ladraba atronadoramente.
A pesar de todas estas desventajas él era el más cariñoso, el más fiel, el más simpático, y en nada se parecía a un ejemplar aristocrático de cadenita y medalla que nos contemplaba aburrido tras los postigos de una casa vecina, ni mucho menos a los aburridísimos gatos, castrados y soñolientos, que mimaba otra señora de la cuadra.
Un día Terry escapó, con la misma velocidad y picardía con que se robaba las medias por remendar o un enorme hueso. Nadie pudo darme noticias de él. Llorado por perdido, las noticias más fidedignas aseguraban haberlo visto, atolondrado y libre, entre los yerberos y carretilleros del parque Trillo.
Luego supe que de todas formas mi fiel amigo estaba anticipadamente condenado al destierro. El dueño de la casa de vecindad –a quien alguien le llevara las referencias– había ordenado su expulsión, pero el azar arregló una solución más digna, aunque me queda la duda de que al final, capturado por los recogedores de perros y animales vagabundos, fuese a parar al Bando de Piedad, la noble institución fundada por Jeannette Ryder, a cuya memoria el escultor Boada dedicaría un bellísimo retrato yacente en el cementerio de La Habana, colocando a los pies de la difunta al perro fiel que, según dicen, no quiso separarse nunca de su bienhechora. O quién sabe si mi compañerito predilecto halló refugio en el Asilo de la Misericordia, sostenido por la bondad de doña Mita Muñoz.
Este recuerdo me permite hablar a los/as niños/as, de la protección de los animales y más aún de la naturaleza, de fomentar el cuidado de las criaturas, de atender a que se recojan dignamente los animales perdidos y ambulantes, sin necesidad de escenas de crueldad incalificables.
Al menos eso pienso yo de aquel perrito que amé, mi edecán de no pocos infortunios, juguete como no hubo otro igual y a quien mi fantasía adornó entonces y después con los encantos y las virtudes que solamente poseen las cosas ideales.
*El texto fue adecuado a las normas editoriales de nuestra revista.
*Anécdota recopilada del diario Granma por la periodista Por Lari Perez Rodriguez.