Ella, la del bosque

Revista Muchacha
8 min readApr 2, 2024

Por Mariana Gil Jiménez

Cuando le dije que quizá fuera autista, mi madre no reaccionó como imaginé. No hubo un ápice de sorpresa en su cara. Le acababa de leer las preguntas de un test online — uno de los cinco que yo había respondido anteriormente — para contrastar mis impresiones con las que ella guardaba acerca de mi infancia; y descubrí que su puntuación final superaba la obtenida por mí.

Si bien sentí alivio porque no me llamara exagerada, o acudiera al humor — una irremediable costumbre que comparto ante las situaciones que me provocan extrañamiento — , no pude evitar la tristeza. Mi madre había percibido todas las señales que indicaban que su hija mayor miraba a la Tierra desde la infinitud de otro universo; y era capaz de enumerarlas a través de muchas anécdotas… pero nunca pensó que fueran algo atípico. Ella había tenido dos hijas; por lo que sabía, las niñas solían ser más tímidas que los niños; así que las dificultades para comunicarme, la presencia diaria de moratones y el malhumor con que enfrentaba los cambios, los achacó a mi carácter «de torbellino» … o simple malacrianza.

Esto también lo escuchó de otros adultos; especialmente en el colegio. Había padres y madres que me veían como un peligro: era la más alta y corpulenta del aula y mis movimientos no tenían delicadeza. No sabía medir la fuerza al abrazar… Mi madre oyó decir que era «hiperactiva», «torpe», «difícil», «violenta»; que no atendía, me levantaba de la silla, interrumpía a las maestras y les faltaba el respeto… A lo largo de los años, me contó que algunas de ellas la citaron; durante una reunión — tal vez, la más penosa — , mi profe guía incluso lloró, pidiéndole ayuda…llena de impotencia frente a una niña de cuatro años.

Ocupada en los desastres pasados — y previendo los futuros — , mi madre trató de domesticarme a la vieja usanza de regaños, amenazas, gritos, castigos…y chancletazos. Me consta que no hubo ningún diálogo de su parte, ni de la de mi padre — acaso, más allá de la frustración, me asumieron incorregible…

Junto a los escarmientos del hogar, el acoso en la escuela fue constante y creciente; algo de lo que no recuerdo haberles hablado en esa época, sino después — empecé a padecerlo a los tres años. Los mismos profesores que le daban las quejas a mi madre conocían lo que sucedía en el patio del recreo; a ellos sí me había dirigido muchas veces y, sin embargo, nada variaba, nadie me protegía; al contrario: si reaccionaba muy nerviosa y gritaba, me castigaban a mí, obligándome a permanecer de pie en una esquina. Además del bullying, el discurso del colegio se volvió una consigna en mi familia: yo era la defectuosa, egoísta e insolente… Unos me comparaban con los compañeros de clase; otros, con mi hermana menor… Poco a poco, fui entendiendo el mundo en su totalidad como un campo de minas. En ambos contextos, mi cuerpo era golpeado; mi forma de pensar, humillada; mis emociones, censuradas; y mi inteligencia, menospreciada.

Pronto llegué a la conclusión de que las personas a mi alrededor no me aceptaban y me exigían que fuera diferente. Recuerdo haberme preguntado por las noches si mis padres rezaban para que yo me convirtiera en otra… Crecí con la angustia de saberme insuficiente y monstruosa; jamás me creí merecedora de halago, amor o compasión — ni siquiera propios. Convencida de que todo estaría mejor si yo no existiera, vivía en lo profundo de mi mente, rumiando insultos y fracasos, en una lucha por abandonar quien era y transformarme en lo que el resto, al parecer, necesitaba… Intuía que habría de aprender a mentir; y, en primer lugar, mentirme a mí misma.

Pese a que disimular no era, ni es, uno de mis talentos, el cambio ocurrió muy pronto. La presión externa, unida a la ausencia de alguien que me validara y apoyara, me había invadido al punto de fantasear con disímiles maneras de morir. El miedo a habitar eternamente ese vergonzoso dolor y la rabia de no ser lo que los demás esperaban, lograron atraparme, me envolvieron en una mortaja y hallaron un buen escondite donde enterrarme… La última vez que me vi, había encontrado en mis bragas una mancha de color cereza.

Mi madre tomó el autismo con la serenidad y la discreción que le faltaron aquella tarde de mi menarquia. Reconozco su esmero en hacer germinar un vínculo distinto y conocerme… Pero hay una herida que marca la frontera. La renuncia involuntaria que hice de mí a los diez años, derrumbó los puentes que en mi infancia intenté sostener desde mi ser más genuino; ahora, esa máscara de la «normalidad» ocupa mi rostro, mis ademanes y conversaciones… y me toca cavar muy hondo para reencontrarme.

Tengo la certidumbre de que mi autodiagnóstico tardío ha sido, en parte, por la falta de información dentro de mi familia y los centros educativos; la primera vez que escuché a alguien referirse a mí como una posible autista, yo ya cursaba el segundo año de mi carrera universitaria. Sin embargo, sé que también mis padres pusieron mucha resistencia a investigar al respecto, por prejuicios y temores; y que, pasados mis veinte años, los profesionales que me ofrecieron consulta psicológica no estaban especializados en TEA (Trastorno del Espectro Autista), ni tampoco actualizados en cuanto a las diferencias con que este se manifiesta en las niñas, adolescentes y jóvenes mujeres: según las pruebas generales que me realizaron, el resultado arrojó un Trastorno Ansioso Depresivo.

Algo con lo que necesito hacer las paces es el hecho de aceptar que no tuve la culpa; y que nada justifica todo el maltrato recibido. En mi caso personal, la violencia se volcó hacia toda la expresión de mi ser; hacia mi identidad. Hacerme consciente de ello me libera y, no obstante, acrecienta el dolor que provocaron aquellas personas que, en un principio, hubieron de ser mi refugio.

En estos últimos tiempos, he comprendido que me corresponde ser mi propio hogar, y me aterra. Si miro hacia dentro, en medio de la borrasca, veo una casa: no hay tejas, las tablas de madera han dado paso al cielo negro; todo cruje, está polvoriento, o enmohecido… La desolación retumba en las paredes, y frente al deterioro de los cimientos, me cuestiono si mi voluntad será suficiente.

No tengo muy claro cómo reparar tanto daño; pero he empezado a barrer. Día a día, sacudo las telarañas y, pese a la demora de los materiales, ya he ido apuntalando algunas vigas, afianzado un par de horcones… y he botado mucha basura. Esta casa la rearmo mientras enfrento las mismas voces cargadas de ofensas; ecos que se engrandecen y, aun así, me sobresaltan cada vez menos, porque sé que los cubos de agua los llena de espanto y se fugan por los cristales rotos de las ventanas. En la medida que huyen esos espectros, se apacigua un ruido antiquísimo… Ese silencio me permite escuchar, en ciertas noches, una nana fugaz. Es entonces que abandono los paños, me siento en el sillón y con su chirrido me balanceo, siguiendo la cadencia de esa voz, que murmura en algún rincón, bajo los escombros…

Hay noches que canta; en esta casa sin luces, sus canciones se elevan e iluminan la estancia. Quisiera entonar con esa niña; que sus pies rechonchos se subieran a los míos y, torpemente, bailáramos… pero sus plantas se deslizan lejos, mis manos están sucias… Esas noches, en mi garganta se trenza un nudo y lloro; me aovillo en el suelo, temblorosa, olvidando por un momento que soy esta joven mujer, que esa niña me espera… Y aunque vuelven las sombras, contra el olvido, me levanto. Enciendo una vela y agarro la escoba. Tarareo muy alto; tan alto que vibra el suelo, y, de barrido en barrido, ella retoma su canto.

Aquella niña que se escurre entre las rendijas, hoy no solo me canta: también conversa mucho, hace preguntas… Tengo la impresión de que ha visto mis matules y por eso se ríe a hurtadillas — ella sabe que vine para quedarme. Mientras tuesto (o achicharro) un poco de chícharo, me dice que el profe de Inglés le ha dado otra pegatina por su excelente participación en clase; que se sabe muy talentosa, porque tiene repleto el cuaderno con otras igual de hermosas… Yo reafirmo, y añado que la forma en que chapurrea las canciones en japonés es muy similar a la fonética de las letras originales; que así lo corroboré hace un par de años en mis estudios, y me sorprendió verdaderamente… Ella rememora lo atinados que eran mis dibujos de los animes que veía; la imaginación que ostentaba a través de los juegos con mi hermana; los numerosos amigos imaginarios, el planeta Thaminys y las lenguas de allí que inventé, con su propio sistema de escritura; recuerda lo mucho que me gustaban las ciencias naturales y lo rápido que aprendía las funciones de los órganos, los nombres de los huesos, la fotosíntesis de las plantas… Yo la admiro en silencio, y pienso en aquellas personas que encontraron en nosotras muchas destrezas y virtudes; en quienes comentaron a mi madre que su hija mayor parecía tener una gran sensibilidad, un modo de hilar las ideas muy creativo, una personalidad llamativa, una memoria a largo plazo asombrosa, un gran sentido de justicia…

Todavía no he podido abrazar a esa Mariana. Sabe que he crecido y desconfía de los adultos… Desde el lugar que la camufla, contempla mi mirada de joven: una mirada de loba erguida sobre sus cuatro patas que cubre con la espesura de su cola a la cría huidiza; ella nunca ha visto esa mirada, y necesita tiempo para convencerse de que no se esfumara de mis ojos al caer el primer relámpago — de que no la abandonaré.

Aguardo, compartiendo nuestra historia entre sorbos de café, rodeada de gatas más o menos gordas; oyéndola saltar en las tardes junto a la ceiba del bosque…

Descubrí que aquella niña que quería morir, no lo hizo; tampoco yo lo hice. Y eso me basta.

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