Isabel Allende: el impetuoso manantial de la memoria
«Hasta ahora no he compartido mi pasado, es mi último jardín, allí donde ni el amante más intruso se ha asomado. Tómalo, Paula, tal vez te sirva de algo, porque creo que el tuyo ya no existe, se te perdió en este largo sueño y no se puede vivir sin recuerdos.»
Isabel Allende, Paula (1994)

Por Mariana Gil Jiménez
Mi madre me hizo un préstamo a los doce años: bajó de la estantería uno de sus libros. Ella tenía pocos, y pocas veces le había visto leer; pero ese lo había disfrutado mucho. Quizá dedujo que el título, La casa de los espíritus, por sí mismo me atraería. Lo que no imaginaba, en cambio, era que aquel gesto se volvería el impulsor de la lectora (un tanto vaga) que hasta hoy me arrastra entre las librerías; ni que, más adelante, su préstamo mutaría en mis manos a un robo consentido — o, al menos, a un regalo no planeado.
Tropecé, así, con Isabel Allende. Ignoraba que era una autora chilena (nacida en Lima, Perú) muy reconocida y me aproximé a su literatura, sin cortapisas. La casa de los espíritus (1982) — novela adaptada al cine por el cineasta sueco Bille August, con el título The house of the spirits (1993) — se convirtió en mi libro favorito. Para quienes hemos sido desgajadas de nuestra tierra natal a temprana edad, la búsqueda de un lugar común, de una identidad — inevitablemente permeada por la cultura — , constituye un abismo. Nadie reencuentra sin cambios esa tierra, esa familia; y tampoco una regresa siendo la misma, tras ser regada de una idiosincrasia foránea. Sin embargo, Isabel Allende, a través de su escritura, me convocó a fundirme en suelo latinoamericano. A saberme parte de la historia desde la perspectiva de la Otredad; de la resistencia de nuestros pueblos, que, todavía, serpentean entre las imposiciones de una cosmovisión colonial anquilosada, a la cual se le añade la globalización actual.
Esta obra, la primera publicada en su carrera novelística, imbricaba la intimidad de su historia familiar con la ficción, así como los acontecimientos en torno al golpe de Estado ejercido por Augusto Pinochet y el asesinato del presidente Salvador Allende (su tío), abordando temáticas que versan desde los silencios que se heredan al interior de las familias, hasta la lucha entre clases sociales. Respecto a esta última, en una entrevista realizada por el periódico El Mundo (26 de enero de 2022), Isabel Allende defiende que: «El clasismo es el gran pecado de América Latina […]». Y en el libro dedicado a su hija, Paula (1994), rememora un fragmento de su propia infancia:
[…] Cada semana venía también la lavandera, una mujercita de nada, en los huesos, siempre con dos o tres chiquillos colgados de sus faldas, que se llevaba una montaña de ropa sucia equilibrada sobre la cabeza. Se la entregaban contada, para que nada faltara cuando la traía de vuelta, limpia y planchada. Cada vez que me tocaba presenciar el humillante proceso de contar camisas, servilletas y sábanas, iba después a esconderme entre los pliegues de felpa del salón para abrazarme a mi abuela. No sabía por qué lloraba; ahora lo sé: lloraba de vergüenza. […]

Pese a haber escrito ella alrededor de treinta títulos, traducidos a más de cuarenta idiomas, solo tuve acceso a algunos, entre ellos, De amor y de sombra (1984), Paula (1994) y La suma de los días (2007). El primero, que reafirmó su talento en el universo literario, me recalcó la necesaria honestidad y labor activista de quienes trabajan en los medios de comunicación, en especial, periodistas, y su inalienable compromiso político con las personas a las que informan. Por su parte, hallé en Paula (1994), más que el duelo ante la enfermedad y posterior pérdida de su hija homónima, el coraje sin parangón de las mujeres al encarar, acompañar y aceptar la muerte de quienes amamos; y La suma de los días (2007), también de carácter biográfico, me atestiguó la habilidad que poseemos de regenerarnos y reinventarnos, de sanarnos, herederas de una cultura donde las parteras, curanderas, «cuentistas» y «cantadoras» — como diría Clarissa Pinkola Estés, en su libro Mujeres que corren con los lobos (1989) — reencarnan a las antiguas diosas, herejes y obscenas; sabias guardianas del ciclo de la Vida-Muerte-Vida.
Asimismo, en Hija de la fortuna (1998), Eva Luna (1987) y Cuentos de Eva Luna (1989), mediante los conocimientos transmitidos del «linaje uterino», me imprimió la certeza de pertenecer a una tribu mayor: la de las mujeres. Reconocí entonces el legado de nuestras ancestras en aquellos fragmentos donde ella ilustraba el empleo de rituales con propósitos diversos, la elaboración de brebajes abortivos, la forma de condimentar un caldo… y comprendí la urgencia política de conservar y compartir nuestras narrativas y experiencias, nuestra sabiduría, frente a un único discurso patriarcal.
Pero toda esta amalgama de conclusiones se concretó mucho después de mis lecturas. Al llegar a la universidad y empezar la carrera de Letras (Filología), descubrí que las escritoras eran abordadas con prisa, sin profundizar en sus obras; apenas un seminario de hora y media. No obstante, dedicábamos controles parciales y exámenes finales a las presuntas grandes obras, de evidente autoría masculina. Para mayor controversia, ni siquiera estudiamos la literatura actual, donde se ha desplegado la presencia de mujeres creadoras. Por todo lo anterior, «no tuvimos tiempo» de debatir la poética de Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni… pero sí de hablar del boom y Gabriel García Márquez. Aquí entré en una seria discusión. Nuevamente, las escritoras, que también habían recreado el imaginario latinoamericano, fueron esquivadas en el Plan de Estudio; y lo peor: frecuentaba la noción mercantilista acerca de las autoras de obras best-seller, principalmente, Isabel Allende, la cual quedó tildada de escritora menor e imitadora del «realismo mágico» de García Márquez.
En relación a esta querella, en la entrevista ya mencionada, Isabel Allende comenta:
No había ni una sola voz femenina en el boom. Cuando salió La casa de los espíritus en 1982, fue casi a la cola del boom y se apresuraron a decir que yo no pertenecía al boom y que era post-boom. Bueno, no importa cómo te califiquen, pero que el boom fue un fenómeno absolutamente masculino es cierto. Las voces femeninas en América Latina existían, llevaban siglos escribiendo, pero siempre fueron acalladas, silenciadas, publicadas en ediciones mínimas, sin crítica, sin ser analizadas ni enseñadas en las universidades. Una total falta de respeto. Eso ha cambiado.
Lamentablemente, debo contradecirla en su última oración. El ámbito académico literario a lo largo de los siglos ha sustentado, y sustenta, un concepto de calidad de las obras que excluye la riqueza pluridiscursiva y las creaciones periféricas y subalternas: dicha calidad parte de enfoques elitistas, androcéntricos, cis-heteronormativos, estructuralistas… y niega y aplaude a conveniencia las directrices lingüísticas de la Real Academia Española (RAE). Como consecuencia, en palabras de la autora: «Juzgan sin ni siquiera leer por el hecho de ser mujer y tener éxito, eso no lo perdonan».
Precisamente, el haber podido encontrar una escritora que admiraba en mi adolescencia, nutrió mi deseo y determinación de escribir. Sin una Isabel Allende que fuera ventana, puerta o puente a la literatura escrita por mujeres, no hubiera escogido a los dieciséis años la carrera de Letras, a sabiendas que la Filología alimenta el alma, y no la guatita*. Por eso, hoy elijo reivindicar su trascendencia literaria y, más aún, la vulnerable osadía con que nos comparte en cada libro una pizca de sí, confesada en Paula (1994): «Mi vida se hace al contarla y mi memoria se fija con la escritura; lo que no pongo en palabras sobre el papel, lo borra el tiempo».
*En Chile, es un diminutivo derivado del Mapundungun (idioma mapuche) y significa «barriguita», «estomaguito» o «pancita».