La historia de mis perritas

Por Gabriela Orihuela
No me gusta afirmar que soy dueña de una vida — que no sea la mía, claramente — , por eso, en cambio, digo que soy la tutora de mis mascotas o, a veces, la responsable, incluso he llegado a plantear que soy su hermana, madre y hasta tía.
Mi mamá nunca quiso que tuviera animales en casa; argumentaba que afectaría mi salud debido a ser una niña muy alérgica y, además, que vivíamos en un pequeño apartamento de un tercer piso. Pero siempre sentí una conexión especial con los animales que deambulaban en las calles: les daba de comer, los acariciaba y jugaba con ellos, pese a los reclamos de otras personas.
Por el contrario, mi abuela, nacida y criada en Guantánamo, me hablaba mucho de todos los animales que tuvo: gatos buenos y majaderos, perritos juguetones y hasta un canario que tarareaba el Himno Nacional. Cada anécdota suya me hacía desear abrazar a mis propios amigos y amigas peludos.
Cuando tenía 12 años, tres amigas del barrio me llevaron a la casa una perrita pequeña y desnutrida encontrada en el latón de la basura de la esquina. ¡Era tan hermosa! Tenía el pelo carmelita y una raya blanca en su lomo, una cola fina y dos bellos ojos verdes. La llevamos al veterinario y, aunque estaba anémica y llena de parásitos, su diagnóstico era favorable.
Al inicio, a mi madre no le gustó la idea, pero insistí tanto que en menos de 20 minutos, la perrita ya era parte de nuestro hogar. La nombré Sara María González. ¿Por qué? Sara González por la cantautora cubana; además, Sara resultaba el nombre de la protagonista del libro que leía y de la detective juvenil que más se conocía por aquel entonces; y, por último, María por en honor a mi madre.
Recuerdo varias cosas graciosas, por ejemplo, que el primer «pipi» que Sara hizo fue, justamente, en el balcón de la casa; jamás volvió a ocurrir aquello; la primera vez que la llevé al parque un señor la elogió mucho y me preguntó su nombre, cuando le contesté se llevó las manos a la cabeza y gritó «¡así se llama mi mujer!»

Con Sara viví 10 hermosos y felices años. Ella, a su manera inigualable, me demostró que el amor sincero y desinteresado sí existe; me enseñó cómo se cuida a los peludos y que tener patitas corriendo detrás de ti por toda la casa causa mucha alegría.
Dos años antes de Sara fallecer, se sumó a la familia Sabrina Alejandra, una bella pequinés que sobresale por su velocidad y carisma. Los primeros días se llevaban muy mal: se ladraban y quitaban la comida. Pero, con el paso del tiempo, se volvieron inseparables. Tanto que, cuando Sara murió, Sabrina no dejaban de llorar. Tuve que perder algunos turnos de clases y mi mamá horas de trabajo, para estar con la pequeña pequinés. Por eso y teniendo la oportunidad, rescatamos a Valentina Casanova.
Valentina se incorporó a la familia el 2 de mayo; horas antes había sido rescatada por el padre de una compañera de clases. La linda mestiza se encontraba golpeada y deshidratada, tenía pulgas y sus dos cachorros habían sido asesinados por manos humanas. El tiempo y el amor curaron sus heridas más visibles, sin embargo, seis años después, sigue teniendo temor; agacha su cabeza ante una caricia, huye de la escoba o de los gritos y cierra sus ojos cuando es cargada.
El miedo, el daño, los golpes, el hambre y el dolor que sufren los animales que caminan solos por nuestras calles, no se borran, pueden ser minimizados e, incluso, cubiertos con las caricias, los besos, la atención, pero ellos y ellas no siempre lo olvidan.
Casi quince días después de que Valentina llegase, me dispuse a ayudar en una Feria de Adopciones celebrada en el parque de 23 y G en el capitalino municipio, Plaza de la Revolución. Mi intención jamás fue adoptar. Ya tenía dos perritas que demandaban toda mi atención. Pero… allí estaba, en una caja con cinco hermanos.
Sus hermanos tenían el pelaje corto entre colores blancos y carmelitas; la primera en ser adoptada llevaba, en su lomo, la forma de un corazón. Ella, la diferente, tenía el pelo largo, ¡un bigote embarrado de huevo sobresalía de su pequeña cabecita!
En un momento dado, una pareja de jóvenes se acercó para ver a los cachorros, el chico la tomó y se la enseñó a la novia.
— ¿Te gusta?
— No, ¡qué fea es! — le respondió.

Sabía, entonces, que nadie adoptaría a esa perrita. Rápidamente, decidí llevármela. Cuando me preguntaron qué nombre le pondría, no supe contestar. Pero mientras caminaba para mi casa con la nueva miembro, comprendí que debía ponerle un nombre pequeño y lindo, así surgió Ana María, en homenaje a mi perrita Sara María.
Tiempo después fui con unas amistades al campismo y conocí a una perrita carmelita de ojos verdes muy cariñosa y espabilada. Tenía un lado de su cuerpo quemado y se encontraba flaquita. La bautizamos como Lucy y la traje a la casa con la idea de darla en adopción responsable.
Una señora me llamó y aseguró que iba a proporcionarle un hermoso hogar; minutos antes de la hora pactada devolvió la llamada y me preguntó por la raza de la perrita. «Es mestiza», le dije. «Ah, no, satas no. Yo pensaba que era salchicha. Los satos para la calle», me aseguró. Colgué el teléfono y, como más nadie quiso adoptarla, Lucy se quedó en casa.
Años más tardé, me topé por la calle con una caja que resguardaba del viento y el sol a cuatro gaticos recién nacidos: Lulú Mariposa, Hitler, Simba y Ania. No había, en ese momento, una gata nodriza que los amamantara. Entonces, inesperadamente, mi amiga me habló de una perrita recogida en Alamar y que había perdido a sus cachorros. En la foto se veía grande y muy delgada. Confieso que tenía algo de miedo porque no conocía que una perra podía cuidar y alimentar a los gaticos.
No obstante, decidí ir a buscarla porque no hay nada mejor que la leche materna. Como estaba tan indefensa y dormía mucho, la nombré Aurora como la Bella Durmiente.
Para mi sorpresa, Aurora acogió con mucho amor a los dos gaticos que quedaban vivos. Los alimentó, atendió y protegió como si de la misma especie fuesen.
Actualmente, Aurora es parte de la familia, la quinta perrita. Y, aunque es la más grande de tamaño, es la de menos edad. Cuando hace algo mal, solo debemos decirle «¡Ve para el rincón de la vergüenza!» y corre a ese lugar, situado debajo de la mesa del comedor, y se castiga unos cuantos minutos.
Si en alguna ocasión te comentan que es fácil cuidar a una mascota, es falso. Desde estar pendiente siempre de su salud, de los alimentos que consume, del brillo de su pelo, del color de sus ojos, de la limpieza de sus dientes, de la cantidad de agua que bebe, de sus tiempos de desparasitación y de las vacunas que le corresponden. No es sencillo; pero es hermoso.
Nunca estarás solo/a de nuevo; al llegar a casa, cansado/a o estresado/a saltarán de felicidad al verte o te mirarán buscando caricias; la hora del parque se volverá un tiempo lleno de felicidad porque verás la emoción que tienen al sentir la correa; podrás conocer lo que es la lealtad y la honestidad; reirás muchísimo con cada travesura que hagan; tendrás la galería del móvil repleta con sus fotos.
Y eso es todo, Querido Diario; mañana regreso para contarte algo nuevo. ¡Tengo que dejarte porque a las perritas les toca comer!
