Leer a Anisley Negrín siempre es peligroso.

Revista Muchacha
4 min readSep 8, 2022

Por Lari Perez Rodriguez

Las adolescentes no deberían comprar nunca un libro violeta. Menos cuando ese libro lo ha escrito una mujer; y se corre el riesgo de encontrársela, una tarde cualquiera, en un banco del parque. Nunca cuando el libro se anuncia onírico (acaso erótico) desde el propio título Sueños morados/sueños rojos. Si se desconoce — o se ignora deliberadamente esta advertencia — corren el riesgo de sucumbir ante la pluma de Anisley Negrín.

Pero si se entra por la puerta de la librería, ya sea decidida o con cabeza gacha. Si se camina hasta el último estante, ese que roza la pared del fondo. Si se toma el libro entre las manos y se camina con él hasta la caja. Y se mira a la vendedora que sonríe, y se le sonríe de vuelta. Si se cruza luego la calle, y se aguarda paciente por una mesa en el Café Literario, entonces, al sentarnos, solo nos queda leer.

Y mientras el café llega y los ruidos se disuelven, repetir en silencio, moviendo los labios de forma casi imperceptible: “anoche soñamos que estábamos enamorados / sueños rosa / sueños morados / sueños rojos / enamorados como niños / papá nos miraba desde una de las ventanas de la casa / nos miraba besar / y besábamos, labio a labio, todas las pieles / sueño rosa / y éramos correspondidos en nuestro amor, como en los cuentos de hadas/ un hada nos besaba / sus ojos no tenían fondo / a nuestro alrededor crecía el verde y su beso nos hacía elevarnos, humedecernos y llover como nubes […]”. Y ser interrumpidas por la señora de mirada agotada, que nos trae el café y lo coloca de mala forma en la mesa, justo cuando nuestro cuerpo entraba en un trance.

Las muchachas que leen en voz baja a Anisley Negrín forman parte de un aquelarre. Para conjurar los más ocultos anhelos, basta pronunciar: “Ana toca el piano para mí. Me ayuda con la tristeza la eterna melodía interminable que sabe a algodón de azúcar. Estoy recostada sobre el piano y Ana me mira a intervalos y sonríe. […] Ana toca lento y profundo. Yo nada más la miro, con la esperanza de que seamos una fotografía en el instante de sus dedos sobre el teclado y mis ojos recorriéndola toda”. ¿Acaso, en mis sueños, no la miro también yo? ¿Importa el nombre cuando una muchacha nos seduce en sueños, y terminamos leyendo un libro violeta que la bautiza?

Pero un libro no basta. Un libro es el comienzo, nunca el fin. Y la buscamos de nuevo. Invocándola a la hora en que los estorninos retornan al parque. Somos ahora más osadas. Hemos sentido el placer en nuestras carnes. Sabemos, con certeza, que Todas vamos a ser canonizadas. Sus palabras son ahora nuestras palabras:

“Santificar el amor

y los objetos sagrados del amor:

consoladores, fustas, electroeyaculadores, bozales, esposas…

Bendecir el amor

y todas las formas posibles del amor:

homo, hetero, sadomaso, onanista…

amor en solitario y en grupos

de a dos, de a tres, de a todos…

amor a la luz pública o privada,

clandestino.

Glorificar el amor

y las posiciones sagradas del amor:

la posición del que da y del que recibe

la posición del que exige sin dar y viceversa

la posición del que sueña que alguna vez amó, pero no es cierto

y viceversa…

[…]”

Cuando algo nos hace sentir menos solas, no hay forma de dejarlo ir. Entonces, terminamos robando, descaradamente, un libro a una amiga. Porque esa amiga conoce a la autora, y nosotras no. La dedicatoria es dulce pero el libro habla de niños tristes, y cajas de fósforos, y de hombres pervertidos, y de la vida. Luego nos dan ganas de devolverlo, mas nunca lo hacemos.

Las adolescentes que hemos leído a Anisley Negrín estamos condenadas a ver la vida con los ojos abiertos. Lo cotidiano es abrumadoramente triste. Lo cotidiano es abrumadoramente grotesco. Pero un día cualquiera, en una calle gastada, podemos encontrarnos con una muchacha que huele a bizcocho, y sonreímos, porque lo cotidiano es deliciosamente placentero. Y tenemos la osadía de invitarla (a cualquier sitio tranquilo). Y le leemos, bien bajito, para que no tenga más remedio que pegarse a nosotras:

“cierta tristeza de verano

cierto sadcore

la hija de Sinatra en la rocola y yo, lazy girl

espalda sobre la cama

me divierto poniendo nombres a las grietas del techo

algunas resultan más profundas que otras

algunas desprenden un polvillo

que me cae en los ojos y me hace llorar

es el comején que avanza metastásico

y no polvo de estrellas

aunque bien se parecen

en las noches levanto mi cabeza

y pido que el techo no se caiga

a veces el temor es tal que un solo dios no basta

y el techo de mi cuarto

constelado de nombres

se presta a la oración

en los días

sabiendo las grietas en mi techo

el implacable sol logra colarse dentro

y la lluvia y el viento del ciclón tropical

logran colarse dentro

y hasta cierta tristeza (cierto sadcore)

logra colarse dentro

hay quien conserva objetos, talismanes

hay quien alberga fe

pasado el huracán yo me conformo

con que alguien bautice con mi nombre

una grieta del techo.”

Cuando el sabor del poema se disuelva en nuestros labios, en ese justo momento, levantaremos la vista. Diremos que es un poema de Anisley Negrín, poeta santaclareña. Ella, que conoce a Anisley, que comenzó a leerla desde que estaba en el preuniversitario, que es triste que se haya ido, justamente esta semana, del país, que ahora será imposible encontrar más libros suyos.

Las adolescentes no deberían comprar nunca un libro violeta. Menos cuando ese libro lo ha escrito una mujer; y se corre el riesgo de nunca encontrársela en un banco del parque. Las escritoras que se van terminan enfermando de orfandad a las muchachas que desoyen advertencias.

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Responses (1)

¡¡¡Te admiro enorme, Lari!!!
¡¡¡Te amo siempre!!! *-*