Melba y Haydée: las muchachas del 26

Revista Muchacha
8 min readJul 25, 2022

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¿Por qué Melba y Haydée fueron las únicas mujeres incluidas en las acciones del 26 de julio de 1953? ¿Qué experimentaron durante el traslado de La Habana a Santiago? ¿Gracias a quién pudieron participar de manera activa en la toma del hospital Saturnino Lora? ¿Cómo vivieron aquella gesta? He aquí las respuestas desde la visión de sus protagonistas.

Por Bismark Claro Brito
(estudiante de periodismo)

La mujer cubana ha marcado todas las etapas o momentos históricos de nuestras luchas independentistas.

De tanto repetirla en clases y exámenes de Historia, la idea deviene verdad “incuestionable”. Pero si esa reproducción –las más veces impensada– no se acompaña de hechos; si nos cegamos en la superficie en vez de explorar las esencias; si perdemos de vista las circunstancias en que esas personas batallaron… de nada vale escribir una frase fría, sin argumentos, sin testimonios.

Y sí, su actuar ha sido determinante para el destino de la nación. Desde la propaganda revolucionaria, el trabajo en la emigración, el cuidado de combatientes heridos, la comunicación entre flores o el alzamiento en armas, abuelas, madres, hijas y hermanas han colaborado en la búsqueda de la libertad y la justicia social de su pueblo. Nadie podría decir lo contrario.

Se trata de una labor a reconocer, no solo por el aporte real a la lucha revolucionaria. La cuestión amerita mayores aplausos cuando se piensa que, en medio de un sistema patriarcal, algunas se enfrentaron a la discriminación y los prejuicios de la época para construir una sociedad nueva.

Por eso, hoy, nuestra revista regresa a dos mujeres nacidas en la antigua provincia de Las Villas, en el siglo XX: una de Cruces; la segunda de Encrucijada. Descubrimos otra visión sobre lo sucedido antes, durante y después de aquel 26 de julio. Desde las perspectivas de Melba Hernández Rodríguez del Rey y Haydée Santamaría Cuadrado, contemos la gesta en femenino.

Aquella noche estrellada

“Si quieres que vaya a aquel momento y me sitúe en aquel momento, pudiera decirte que era como quien va a su fiesta de quince años. De aquella noche no puedo decirte qué fue lo que más me impresionó, porque todo era bastante impresionante”, diría Haydée al paso de los años.

Julio 25, 1953. Para Haydée, la luna parecía más grande y su brillo era especial, las estrellas resplandecían, las palmas lucían más altas, más verdes. En las caras de sus compañeros, ella encontraba lo irrepetible, lo guardaba para siempre. Percibía todo más bello y –sin saber que aquella noche marcaría el cierre de un ciclo y el inicio de otro para el país y para su familia– disfrutaba de cada instante “como algo que merecía verse toda la vida, y a lo mejor ya no veríamos más”.

Entre un centenar de hombres, ella y Melba cumplían varias tareas. En primer lugar, recibieron orientaciones de Abel Santamaría para limpiar todo el terreno de la Granjita Siboney, así evitarían que se poncharan los carros destinados a la acción rebelde. Las jóvenes pasaron todo el día buscando ramitas, clavitos, pedazos de vidrios, de madera, y recogieron aquellos residuos con las manos, sin usar guante alguno.

Las únicas dos muchachas del grupo se ocuparon, además, de colocar las colchonetas donde dormirían los futuros asaltantes. Aunque Abel les indicara a ambas que no les dieran conversación a los combatientes para que descansaran rápido, ellas le hablaban a cada joven. Puede que resulte gracioso, pero Abel regresó y no había nadie durmiendo.

Melba y Haydée también plancharon los uniformes, cuyas telas ellas mismas compraron en la calle Muralla de la Habana Vieja. La ropa, más húmeda y arrugada de lo normal, pues había pasado varios días en el fondo del pozo de la Granjita.

Sin embargo, más allá de estas labores, la presencia de ambas impactaba a todos los allí reunidos, “por ser, quizás, lo menos que esperábamos encontrar. Eso contribuyó a sentirnos menos tensos (…) El estado de ánimo de ellas, su tranquilidad, su alegría, su presencia, influyeron positivamente en todos nosotros”, explicaría años más tarde el asaltante Ramón Pez Ferro.

La última decisión

Luego de dirigirse a los hombres, repartir el armamento y definir los responsables de cada maniobra, Fidel Castro Ruz, el jefe de la acción, indicó a la abogada Hernández y a Yeyé –como le decían a Haydée sus allegados– que permanecieran en la casa hasta el regreso de los combatientes, así lo acordó con Abel, quien ya había partido en el primer carro.

Como ninguna esperaba esa decisión, defendieron su derecho a participar, de manera activa, en la gran maniobra del movimiento. Presionaron a Fidel con las protestas y este tomó una decisión definitiva, una vez que escuchó a Mario Muñoz Monroy. “Que vayan conmigo al hospital, mira que pueden ayudar a curar”, opinó el doctor. De manera que partieron hacia el Saturnino Lora en el último automóvil, acompañadas por Monroy, Raúl Gómez y Julio Reyes.

¿Qué hubiera pasado si Fidel no hubiese cambiado de idea sin contar con el apoyo de Abel? Haydée respondería tiempo después:

(…) si a Melba y a mí nos llegan a dejar, hubieran cometido una injusticia con nosotras. (…) ¡Qué injusticia hubiera sido dejarnos porque éramos mujeres! (…) Para nosotras, cuando nos dijeron que no íbamos fue terrible. Pero para mí no, porque yo iba, yo iba, iba. Ahí era el único lugar que yo no cumplía con las órdenes. Ahí sí es verdad que yo no iba a obedecer a Fidel. Iba a pie, pero yo iba.

En realidad, como fieles militantes, ellas habían trabajado para ganarse un puesto en la acción. Nunca fallaron a misión alguna, hasta trasladaron armas de La Habana a Santiago en una travesía no exenta de sobresaltos.

Rieles interminables

Melba y Haydée no viajaron ni en el mismo tren ni el mismo día. Yeyé fue la primera en partir y cuando se lo contó a su amiga, con previa autorización de Fidel, Melba solo le hizo esta pregunta: ¿me vas a dejar? Y Haydée se fue sin saber que se encontrarían por Oriente muy pronto.

Con tan buena suerte, la joven Santamaría coincidió con un soldado del ejército batistiano en el tren. Ella colocó sus dos maletas debajo del asiento, pero a su compañero de viaje le molestaban. “En una de esas –contaría Haydée– trató de echármelas bien para mí y fue cuando me dijo: ¿Óigame, pero qué traen esas maletas?”. Entonces, le dijo que trasladaba “libros”, porque era “maestra”. Para relajar la conversación, le habló hasta de los carnavales y de su afición por el baile.

Por su parte, en cuanto Melba recibió la noticia de su viaje no titubeó, aunque hacía dos meses la habían operado del apéndice. Solo cuando pusieron el pasaje en sus manos supo para dónde iba.

Ella también tuvo la responsabilidad de trasladar armamento. De ahí que le entregaran una caja larga de gladiolos y maletas. Como tenía un equipaje pesado, un hombre la ayudó a acomodarlo. Entonces, le comentó que era abogada, abriría un bufete en Santiago y llevaba libros necesarios.

Ambas viajaron solas, fueron despedidas en La Habana por Ernesto Tizol y sus bultos no podían pesar más. No obstante, supieron manejar la situación para que nadie conociera la verdad.

26 de julio, Hospital Saturnino Lora

No pudieron llevarlas en el carro hasta las puertas del hospital. Antes de ingresar, las muchachas atravesaron una balacera –ya Abel había iniciado la actividad–. Vestidas de civil, con pantalón y pañuelo anudado en la cabeza, Melba y Haydée comenzaron a atender a los heridos: los dos primeros, soldados de la dictadura. Sin embargo, ellas no descuidaban la situación del combate.

Luego, como había fracasado el factor sorpresa en el asalto al Moncada, los combatientes que estaban en el Saturnino quedaron cercados. Abel se percató de aquella situación y se reunió con las jóvenes para hacerles una última petición: “Ustedes, como mujeres, tienen más probabilidades de sobrevivir. No se arriesguen. Tienen que quedar alguien para contar lo que pasó aquí”.

La resistencia al interior de la instalación hospitalaria continuó hasta que el fracaso se hizo inminente. A último minuto, los asaltantes decidieron enmascararse entre el personal médico, excepto Abel. Fueron Melba y Haydée las que lograron convencerlo de que se hiciera pasar por un paciente, con un parche en un ojo –quizás, el mismo que le enseñarían después a la hermana, como muestra de las torturas–.

Aquella idea de simulación no funcionó como se esperaba: un chivato de la policía entró al hospital desde el inicio del enfrentamiento. Este identificó a la mayoría de los combatientes y los acusó frente a los esbirros. A Muñoz y las muchachas los apresaron más tarde. Ellas presenciaron el asesinato de la persona que abogó por llevarlas a apoyar el asalto.

Y aunque Melba y Haydée no recibieron disparos, ni les magullaron sus bocas, sí las arrastraron como bultos para que contemplaran aquel espectáculo de sangre por doquier: pisos, paredes, techos, tragantes… Cada grito de dolor o muerte representaba una bala para estas mujeres. Conocieron de las muertes de Boris Luis y Abel –los grandes amores de Haydée–, pero nadie pudo sacar palabra alguna de sus bocas. Ni el mismísimo Eulalio González, con un ojo de Abel en sus manos ensangrentadas, logró que Yeyé delatara a sus compañeros.

Como ella explicaría después: “Hay esos momentos en que nada asusta, ni la sangre, ni las ráfagas de ametralladoras, ni el humo, ni la peste a carne quemada, a carne rota y sucia, ni el olor a sangre coagulada, ni la sangre en las manos, ni la carne a pedazos deshaciéndose en las manos, ni el quejido del que va a morir. Ni el silencio aterrador que hay en los ojos de los que han muerto. Ni las bocas semiabierta donde parece que hay una palabra que de ser dicha nos va a helar el alma” (…) Y hay ese otro momento en que ni la tortura, ni la humillación, ni la amenaza pueden contra esa pasión que nos trajo al Moncada”.

Para ellas, las horas de julio se ralentizaron por la violencia psicológica y la tristeza interna por tantas torturas y asesinatos. Así pasó Melba su cumpleaños 32, dos días después de la acción.

Con ese cúmulo de emociones, Melba y Haydée llegaron al vivac de Santiago de Cuba, a la cárcel de Boniato, y al Reclusorio Nacional para Mujeres de Guanajay, después. En este último sitio, pasaron la mayor parte de la condena de siete meses, con la certeza de que en el Moncada habían iniciado un camino hacia la libertad, pero debían continuarlo, para conquistarla.

*Para la elaboración de este artículo se consultaron los libros Melba, mujer de todos los tiempos (2005) y La pasión que me llevó al Moncada (2013).

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