Querido Diario: Miedo

Revista Muchacha
4 min readFeb 23, 2023

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Si no hay golpes, dónde está la violencia. «Es que nunca me pegó», explicaba. Pero las marcas en la piel no son las únicas que duelen, que laceran, que hieren.

Los primeros gritos que de su boca salieron no fueron para mí. Ahora, casi dos años después, me percaté que, igualmente, me violentaba. Los segundos gritos que de su boca salieron, sí fueron para mí. Los segundos, terceros, cuartos…

Estampaba sus puños contra las puertas y las ventanas para no darme, «un día será tu cuerpo el que lo reciba», me decían. «Yo me quedaré hasta que ese momento llegue», contestaba. Pero no pude, por suerte no pude. Fueron exactamente 12 meses de maltratos, de control, de asfixia, de peleas.

Reconocer el ciclo de la violencia y tener las fuerzas para salir de él no es lo mismo. Sí, el ciclo comienza con una etapa moderada, donde se ejerce la superioridad de manera leve, imperceptible: «no te pongas esa ropa», «amor, no creo que debas salir con tus amigas hoy porque algo te puede pasar si no voy», «si me amaras tanto como dices podrías cocinarme y lavarme siempre».

Poco a poco los conflictos se acumulan; los celos, las inseguridades, los olvidos, las palabras que no llegaron a decirse, las pisadas en falso, todo esto y mucho más suele concentrarse en el pecho y en la memoria quedan escritos como tatuajes incompletos. Y llega el día en que todo estalla. El tiempo exacto en que esas palabras calladas se convierten en ofensas, gritos, amenazas; en que crees que no puedes más; cuando el miedo florece y logra mirarte frente a frente. Pero no sabes irte, prefieres quedarte en nombre de un amor que no es amor; en nombre de un sentimiento que no deja cabida a los abusos, al maltrato, aunque llevamos años viéndolo de ese modo, romantizándolo, negando su transparencia y acercándolo a lo “tóxico”.

Los besos falsos regresan en una etapa llamada “luna de miel”. Crees que todo ha pasado. «Ilusa», me llamaban, «árbol que nace torcido…». Cada vez que el ciclo comienza, este momento de paz dura menos, se hace más corto y la intensidad de las batallas dentro y fuera de casa, aumentan.

También aumenta mi llanto. ¿Cuántas noches me acosté llorando? Dejé de contarlas cuando él me dijo que «las mujeres somos así de dramáticas». Las lágrimas que se escapaban no eran de drama, de actuación improvisada, eran de dolor porque la sociedad me decía que estaba fallando; fallando en mantener una relación a flote, en hacer feliz a un hombre, en sentirme enamorada como en las comedias románticas, en reír a toda costa.

Nadie supo nunca que ocultaba en el armario una maleta negra con ropa. ¿Previsora? Puede ser. La necesidad de salir corriendo se asomaba por mi cabeza día tras día. El deseo de cambiar las horas volátiles por la tranquilidad jamás se esfumaron. Sin embargo, creía firmemente en su cambio; en que se percataría del daño que me hacía; en que me miraría a los ojos y descubriría el amor aterrado que sentía; en que, de la noche a la mañana, fuera capaz de construir, a mi lado, una relación sana. Ese día solo se desarrolló en mis sueños.

Por aquellos meses entendí que es difícil irse cuando, además, de la necedad te atan otras cosas. A mí me ató el perro y la perra, dos hijos pequeños de los que no podía separarme. Las interrogantes viajaban y regresaban con más dudas que respuestas. El ¿qué pasará?, ¿quién los cuidará?, ¿estarán bien sin mí? eran preguntas recurrentes en los momentos de la planificación de huida. No me fui por ellos. Pero ahora que lo pienso, debí irme antes de que la distancia en esa cercanía absurda fuese mayor, antes de que los huecos en mi sentir hiciesen estragos…antes del daño más grande, de la ofensa final. Debí irme con la maleta negra y los perros a cuesta.

El miedo paraliza aunque sepas de ciclos, de violencias, de superación. El miedo hace que comiences a hablar bajito, a olvidar tu voz, a caminar menos erguida y no te acuerdes de la seguridad que ostentabas, a cambiarte de ropa, a replantear tus hobbies, metas, aspiraciones, a pensar en sobrevivir e ignorar vivir, a esconderte, a cerrar los ojos y dejarte llevar, a someterte. El miedo frena, quema, angustia, enoja, entristece, llena de incertidumbre, envilece.

Miedo sentí la primera vez que su voz alzó, cuando rompió la puerta y tiró los platos, cuando recogió todas sus cosas y salió de casa gritando oprobios, cuando me encerró en el cuarto como castigo; miedo sentí aquella ocasión en que ofendió a mi madre y me tiró, a la cara, su toalla sucia; miedo sentí cuando, rojo de cólera, lloró de impotencia; miedo sentí cuando borró algunos contactos de amigos por celos y me prohibió hablar con otros, cuando arrojó con desdén el plato de comida al piso porque no entendía lo que decía. Fueron muchos miedos o uno solo.

Por miedo mi vida no avanzaba, sentí que retrocedía en cada hora; por miedo solo hablaba en silencio y las sonrisas me las dibujaban en público; pero un día cualquiera decidí renunciar al miedo, buscar apoyo, cortar hilos rojos y negros, tenderme algunas alas y pintar una puerta violeta.

* En esta ocasión la sección Querido Diario publica un texto basado en la vivencia de su autora Gabriela Orihuela.

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