Un viaje inesperado

Revista Muchacha
7 min readJun 29, 2023

Por Gabriela Orihuela

Tenía 16 años y solamente conocía pocos sitios de La Habana y las playas de Varadero. Me concentraba en mis estudios, salía ocasionalmente y regresaba a la casa antes de las nueve de la noche. Así era mi mundo. Me limitaba a conocer mi historia y mi país a través de los libros y las noticias.

Pero todo cambió cuando cursaba el 10mo grado. La escuela decidió estimular a sus mejores estudiantes: ascenderíamos el pico Turquino. Viajar a Santiago de Cuba y subir el Pico Real del Turquino es, para muchos jóvenes, un verdadero honor a la par que constituye un reto. Estaremos en la cima más alta de Cuba — 1.974 metros por encima de nivel del mar — y podremos vislumbrar al Martí de la escultora Jilma Madera. Nos dijeron que nos sentiríamos como los integrantes del Ejército Rebelde cuando en 1957 subieron el pico.

En unos instantes, el sueño de viajar casi se esfuma cuando una de las enfermeras que nos acompañaría aseguró que no estaba en condiciones físicas de hacerlo. «Esta no puede ir, está muy flaca», dijo. Una vez más los estereotipos incidían sobre las personas. ¿Quién dicta lo que un cuerpo es capaz de hacer o no? Acaso esas barreras físicas son más importantes — e impactantes — que las ansias y voluntad. Un profesor salió en mi defensa y, de esta forma, tuve un sitio en la travesía.

Un domingo de junio de 2014 fue la primera vez que dormí en una beca. Realmente, no dormí bien; los nervios se apoderaron de mí. Muchas de mis compañeras de albergue iniciaron en horas de la madrugada un diario para documentar todo lo que acontecía. Eran las 5:45 de la mañana cuando el recorrido inició.

Visitamos varias provincias y en algunas, como Matanzas, la estancia fue de un solo día; en otras, pudimos quedarnos más tiempo y dormir en sus instituciones escolares. Cada uno de los integrantes de aquel viaje guardamos recuerdos de valor imperecedero. Una de las historias que nunca se nos olvidará sucedió en el Mausoleo del Che Guevara, en Villa Clara. Allí nos aseguraron que la última comida del Guerrillero Heroico fue una sopa de pasta de maní. Alguien del grupo, luego de escuchar tal dato, dijo medio en broma medio en serio: “¡Pobre del Che! Seguro tenía hambre”.

Estando en Holguín pude conocer qué era rezar; supe de la fe y de su poder. Habíamos subido la Loma de la Cruz de noche y usamos la guagua para bajarla. La subida nos cansó, pero la bajada… ¡Señores estaba demasiado oscuro! Aquella Yutong iba de un lado a otro, perecía que estábamos destinados a caer en picada.

«Aquí se sentaba Fidel», indicó un guía mientras tocaba un pupitre de la famosa Escuela Rural Mixta no.15 de Birán, Holguín. La finca de los padres del Comandante es sorprendentemente grande. De más está decir lo extraordinario que es recorrer los pasillos de la casa de Fidel Castro Ruz.

Lina Ruz, madre de los siete hijos de Ángel Castro, elaboró un cuadro donde compara a los cuatro ases de las barajas con las cuatro personas que, a su entender, conducirían al país. Manuel Urrutia, presidente de Cuba en aquel momento, estaba representado por el as de corazón; Fidel, como Bolívar, por el as de espada identificado como la fuerza; Camilo por el as de diamante y el Che por el as de trébol que, en las cartas, significa laboriosidad. Al mismo tiempo que Urrutia comenzaba a tener problemas con el proceso revolucionario, Lina reúne a varias personas delante del cuadro y, según el historiador de Birán, dijo: «Al lado de Fidel no puede haber traidores ni en fotos y, en su lugar (el de Urrutia), voy a poner a Raúl porque ese nunca traicionaría a su hermano. Cuando Fidel no pueda seguir al frente, Raúl continuará con la tarea».

De Holguín conservo otra anécdota muy peculiar, pero esta sucedió en el albergue. Las chicas teníamos nuestro propio sistema de baño; lo hacíamos, por ducha, en tríos. Mientras una se enjuagaba las otras dos se enjabonaban. El objetivo era terminar lo antes posible. Esa noche estábamos todas en el baño cuando, casi a punto de finalizar, sale, del fondo, un señor totalmente desconocido. «¿Usted quién es y qué hace aquí?», preguntó la maestra que estaba al frente de nosotras. «Yo soy el que pone el agua», contestó. Ese señor se había quedado ahí durante toda la faena. Al irse nos dijo muy seriamente: «Tranquilas, no hay lío. Sin cráneo». En ese instante solo reíamos, pero ahora pienso que debíamos exigir nuestros derechos; reclamar y denunciar su comportamiento que atentaba contra nuestra privacidad.

Olvidé aclararles algo; días antes de los hechos que voy a narrar nos informaron que el pico Turquino estaba alquilado. No sabía que eso podía pasar. Pues sí, unos extranjeros deseaban ascender el punto más alto de Cuba ese mismo día y habían reservado a todos los guías. ¿Qué haríamos? Escalaríamos el pico Caracas. Ubicado en la provincia de Granma y con una altura de 1.276 metros por encima del nivel del mar la Reserva Ecológica Pico Caracas exhibe dos esculturas de grandes hombres: al Libertador de América y al Comandante venezolano Hugo Rafael Chávez Frías. La obra de Simón Bolívar fue puesta en el año 2004 y a él lo acompaña la frase: “Siempre es grande emprender lo heroico”. Nueve años después, y a consecuencia del fallecimiento de Chávez el 5 de marzo del 2013, se sitúa al Comandante bien cerca de Bolívar. Ambos miran hacia las tierras del sur de nuestra América.

El día esperado llegó. A las tres o cuatro de la mañana sonaron todas las alarmas. «Lleven solamente lo imprescindible», nos decían las personas a cargo. Agua, una pequeña toalla, gel, curitas, caramelos y la cajita con pollo y pan que nos dieron fue lo único que guardé. En una hora estábamos listos y listas. Un camión nos recogió a las cinco de la mañana. Aquel medio de transporte daba muchos saltos, algunos se mareaban, «que se sienten y no miren para afuera», indicaban las enfermeras.

¡Tenía un frío enorme! Podíamos ver el rocío, el amanecer, los animales corriendo, pequeñas casitas de madera con alguna que otra ropa tendida. A medida que nos adentrábamos en las montañas desaparecían los rastros de la civilización. Teníamos ocho horas para completar la hazaña, el camión no se iba a mover del lugar donde nos dejó por si había algún imprevisto.

En el ascenso se podían tocar las nubes, sentirlas, olerlas. «¡Tócalas! Son algodones que flotan», me comentó alguien. Veíamos un pequeño pedazo de cielo, cubierto de árboles y aves, lleno de fango y con ese inmenso olor a tierra. Lo primero que hice, al llegar a la cima, fue comer; lo segundo, tirarme una foto al lado de ambos bustos con la enfermera que intentó negarme la oportunidad de estar en el viaje.

Bajar fue más divertido; era casi imposible hacerlo sin caerte. La recomendación: rodar o correr y tirarte encima de los árboles para que pudieras frenar y no perder los dientes.

Perderse por aquella zona no resultaba muy difícil. Unos moradores nos invitaron a su casa, nos dieron café echo con los granos que ellos cultivaban — ¡una delicia! — y nos presentaron a su cabra de seis patas.

En el viaje de regreso, el ómnibus paraba cada tres o cuatro horas, el hambre o las necesidades fisiológicas se apoderaban de los y las presentes. Las viviendas, en numerosos de los sitios visitados, no son como las que acostumbraba ver. En una ocasión pedí permiso a unas personas mayores para que me dejaran orinar en su casa. El baño era muy rústico, no había ni papel; se hizo necesario entrar con el móvil porque el bombillo no encendía. «Hace meses que está roto», explicaron.

A mi madre le envié más de veinte mensajes de texto; le contaba todo; detallaba nuestros días y le aseguraba encontrarme sana y salva. Sin embargo, de todos los textos que mandé solo guardó uno con especial cariño. «Tenía que vivir esto antes. Aquí, en el campo, hay personas que han escrito “¡viva Cuba!” hasta en las piedras».

Conozco una frase que dice: «hay demasiadas aventuras ahí afuera esperando a ser vividas»; tiene razón, a veces vivimos en el micro mundo que creamos, pero más allá de lo conocido se encuentra otra realidad. En mi caso, había pasado de leer libros de historia a vivirla. Y tú, muchacha, muchacho, ¿te animas a vivirlas?

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